
En primer lugar hay un desfile interminable, que sube desde el Foro hasta el Capitolio, para dar las gracias al dios en su templo. A la cabeza van los senadores y los magistrados, es decir, el conjunto de los hombres que han ejercido el poder en la ciudad o todavía lo ejercen. Les siguen unos músicos tocando las trompas; ¿puede concebirse una ciudad en fiesta donde todo esté en silencio? Detrás de ellos viene la fila de los portadores, encargados de presentar al dios el botín más precioso conquistado al enemigo. El oro y la plata serán consagrados a las divinidades y conservados con los tesoros de los templos. Están también, por supuesto, las estatuas que representan a las divinidades de los pueblos vencidos. Sometidas ellas también por los dioses de Roma, acuden solemnemente a rendirles homenaje.“Pero no están realmente cautivas, una divinidad nunca podría estarlo, sino que simplemente han sido «obtenidas» por los romanos, de quienes recibirán un culto parecido al que recibían en su patria. Esta fue la promesa que les hicieron en su momento con el fin de ponerlas de su parte y así consolidar la paz.”
"A continuación, vienen los principales jefes del enemigo, aquellos que no han perecido en combate. ¡Qué triste desfile el de esos hombres antaño poderosos y cubiertos de honores, ahora convertidos en esclavos!, Caminan delante de su vencedor, el imperator romano, subido en un carro y vestido como el mismo Júpiter, tal y como se le ve en el templo, con una túnica blanca bordada en oro, una toga púrpura, también bordada, y unos zapatos dorados. En la cabeza lleva una corona de laurel. Dicen que el laurel es una de las plantas preferidas de Júpiter y que, por este motivo, nunca es alcanzada por el rayo. Un triunfador no puede dejar de temer que su gloria irrite peligrosamente al dios, cuya imagen usurpa durante algunas horas. ¡La corona de laurel le pone a cubierto de su cólera! El triunfador sostiene en la mano un cetro de marfil coronado por un águila, que, como todo el mundo sabe, es la mensajera habitual del dios. Además, para mostrar claramente que ese día el triunfador es equiparado a un dios, lleva el rostro teñido de rojo, como lo llevan las divinidades en las pinturas que has visto en la región de los etruscos.


“El triunfo no se limitaba a una procesión que conducía al imperator victorioso hasta el Capitolio. Los prisioneros que habían formado parte del cortejo eran ejecutados al finalizar la ceremonia. Esto era todavía costumbre en la época de Cicerón, que escribe: «Cuando el triunfador comienza a dirigir su carro hacia la cuesta de la colina, los prisioneros son conducidos a la prisión (ya sabes, el abominable calabozo cavado en la roca de la colina), donde acaban sus días en el mismo momento en que el vencedor llega al término de su mandato».”
Pasaje de: Grimal, Pierre. “El alma romana.”