Indro Montanelli tenía un don, el de la palabra, sobre todo el de la palabra escrita. Nadie como él es capaz de transmitir los hechos y las ideas con tanta claridad y maestría. De su libro "Historia de la Edad Media" he extraído un fragmento sobre cómo se organizaban las fronteras del imperio romano. Aunque yo hubiese intentado hablar sobre lo mismo, me parece que no se puede hacer mejor, así que sencillamente lo reproduzco. Es muy revelador tanto lo que se nos cuenta, como los conceptos que si leemos con cuidado podemos ver entrelineas y quizá alguna reflexión apta para cualquier sociedad humana de cualquier época :
"Para
dar una unidad defensiva a su imperio, Augusto fue a la búsqueda de las
llamadas «fronteras naturales», y las encontró sobre todo en tres
grandes ríos: el
Eufrates, el Danubio y el Rin. No obstante, en los puntos en que hubo
que atravesarlos
para asegurar y defender alguna zona en la orilla opuesta, se había construido
un limes, es decir, un confín fortificado. Basta
considerar la extensión de aquel imperio euro-asiático-africano,
para darse
cuenta de que debía de tratarse de una obra gigantesca; y de hecho
no la
decidió
ni realizó un solo hombre, ni dos o tres, sino que fue el resultado
del trabajo
de muchas generaciones, y nunca fue llevada a cabo por completo
debido a
que de vez en cuando, por exigencias de las guerras o razones de
seguridad, el limes
tenía que trasladarse y había que comenzar todo de nuevo.
Debido
que no había nacido de un «plan» del estado mayor, sino de las necesidades
tácticas y estratégicas de las diversas guarniciones, no era igual
en todas
partes, pero seguía ciertos criterios fundamentales: ante todo, existían avanzadillas, provistas de fosos, de bastiones de tierra apelmazada, de empalizadas
y de torrecillas de observación. Surgían después los campamentos, que
ya no eran de tiendas, como cuando las legiones habían mantenido un
estado de
ofensiva, animadas de un espíritu de conquista, sino de piedra y de
cal, es decir,
iban transformándose lentamente en verdaderos poblados, aunque solo fueran
militares. Mucho más lejos se alzaban los grandes acantonamientos donde vivaqueaba
el grueso de los diversos ejércitos, dispuestos siempre a acudir a cualquier
punto amenazado del limes.
En
el momento en que Adriano perfeccionó este sistema con la famosa «valla»
que debía proteger a la Inglaterra romanizada de las belicosas
tribus escocesas,
el limes aún estaba organizado más para la vigilancia que
para la defensa.
Había puestos de guardia y cavernas, pero no existían verdaderos fortines preparados
para asedios prolongados. Todo estaba calculado para garantizar un cierto
margen de seguridad a un ejército en descanso del que se suponía,
sin embargo,
que reanudaría en cualquier momento su avance. Y cuando se renunció definitivamente
a este avance los fortines se transformaron poco a poco en ciudadelas
y las ciudadelas en «burgos». Semejante transformación, lenta e interrumpida
por momentáneas reanudaciones de programas ofensivos, pero continua,
era el síntoma de la esclerosis de un Imperio cada vez más
conservador y
sedentario.
De
hecho, el limes, al igual que su casi contemporánea Gran
Muralla y todas
las líneas Maginot de todos los tiempos, demostró de inmediato que
no era adecuado
para su objetivo. En la época de Cómodo, los pictos que
descendieron de
Escocia lo hicieron saltar en pedazos. Eran bárbaros a los que la
civilización ni siquiera
había rozado. Cazadores nómadas sin el menor rudimento de
agricultura, aún
comían carne cruda, tenían comunidad de mujeres y luchaban
desnudos, o solo
cubiertos con tatuajes monstruosos que reproducían bestias feroces.
Se requirió
la despiadada energía de Septimio Severo para castigarlos. Pero el valladar ya estaba en ruinas. Y apenas había empezado el siglo III.
Pocos
años después eran los francos y los alemanes quienes abrían una brecha
en el Rin y devastaban setenta ciudades de la Galia. Las hordas godas
lo hundían
en el Danubio. Pero es inútil tratar de seguir en orden cronológico
las violaciones
que se sucedían. Lo que importa es señalar las consecuencias que
todo aquello
comportó.
La
«fortificación» es, antes que obra de ingeniería militar, un
estado de ánimo
que ni siquiera una situación probadamente inadecuada consigue
destruir. Un
pueblo que se ha hecho conservador del bienestar, y ciudadano y
sedentario de la
civilización, comienza a acariciar el sueño de la seguridad, y
puesto que ya no puede
fiarse en las propias virtudes castrenses, para realizarlo se confía
a la técnica.
Cuanto más frecuentes se hacían las incursiones de los bárbaros y
más amplias
las brechas en el limes, más se esforzaban los romanos por tapar los agujeros.
Sin embargo, como ya estaba claro que ni siquiera el limes mejor fortificado
era capaz de mantenerse en pie, al de la frontera comenzaron a
sumarse los
del interior, y cada ciudad se dispuso a construir el suyo para
cuidar de sí misma.
Los
arquitectos se convirtieron en los profesionales más buscados y los personajes
más importantes de ese período. El emperador Galieno colmó de favores
y de dinero a Cleodamo y Ateneo, a quienes había encargado los muros defensivos
de las ciudades danubianas particularmente amenazadas. En los consejos
municipales de los diversos centros urbanos, grandes y pequeños, el cargo
de asesor de construcción era el más importante y ambicionado,
entre otras razones
porque era el que disponía de mayores fondos. Verona, puerta septentrional
de la península, desarrolló precisamente entonces sus espléndidos bastiones.
Y las murallas exteriores de Estrasburgo nacieron antes que la
ciudad, que
se desarrolló dentro de ellas como en una cuna, en una isla
fortificada del río Ili.
La misma Roma empezó a fortificarse, y fueron las corporaciones
urbanas las que
proporcionaron la mano de obra.
Esta
clase de construcciones provocó un fenómeno nuevo: la autonomía de las
diversas ciudades. En nombre de Roma y por su ley, cuando Roma era
fuerte, es
decir, hasta finales del siglo II d. C, los particularismos
ciudadanos no habían surgido
aún o habían sido debelados. El Imperio había impedido la formación de aquellas
ciudades-estado, cerradas en sí mismas e incapaces de formar una
nación, que
habían supuesto la desgracia de Grecia. No había ciudadanos de
Nápoles o de Florencia,
de Marsella o de Maguncia, sino ciudadanos romanos, nada más. Y como
no tenían murallas porque las legiones bastaban para garantizar a
todos la seguridad
y la defensa, carecían de autonomía política, administrativa y
espiritual. En
ellas se observaba la misma ley, se hablaba la misma lengua, se
estaba orgulloso
del mismo Estado. Las fortificaciones que empezaron a rodearlas por razones
de autodefensa, fueron al mismo tiempo la prueba evidente de la
ruptura de
aquella unidad y una de las causas fundamentales que la determinaron.
El limes empezaba
a dividirse en límites, y dentro de estos se desarrollaban
mundos cada vez
más independientes entre sí."