9 de noviembre de 2013

La frontera romana, el limes, por Indro Montanelli

Indro Montanelli tenía un don, el de la palabra, sobre todo el de la palabra escrita. Nadie como él es capaz de transmitir los hechos y las ideas con tanta claridad y maestría. De su libro "Historia de la Edad Media" he extraído un fragmento sobre cómo se organizaban las fronteras del imperio romano. Aunque yo hubiese intentado hablar sobre lo mismo, me parece que no se puede hacer mejor, así que sencillamente lo reproduzco. Es muy revelador tanto lo que se nos cuenta, como los conceptos que si leemos con cuidado podemos ver entrelineas y quizá alguna reflexión apta para cualquier sociedad humana de cualquier época :

"Para dar una unidad defensiva a su imperio, Augusto fue a la búsqueda de las llamadas «fronteras naturales», y las encontró sobre todo en tres grandes ríos: el Eufrates, el Danubio y el Rin. No obstante, en los puntos en que hubo que atravesarlos para asegurar y defender alguna zona en la orilla opuesta, se había construido un limes, es decir, un confín fortificado. Basta considerar la extensión de aquel imperio euro-asiático-africano, para darse cuenta de que debía de tratarse de una obra gigantesca; y de hecho no la
decidió ni realizó un solo hombre, ni dos o tres, sino que fue el resultado del trabajo de muchas generaciones, y nunca fue llevada a cabo por completo debido a que de vez en cuando, por exigencias de las guerras o razones de seguridad, el limes tenía que trasladarse y había que comenzar todo de nuevo.

Debido que no había nacido de un «plan» del estado mayor, sino de las necesidades tácticas y estratégicas de las diversas guarniciones, no era igual en todas partes, pero seguía ciertos criterios fundamentales: ante todo, existían avanzadillas, provistas de fosos, de bastiones de tierra apelmazada, de empalizadas y de torrecillas de observación. Surgían después los campamentos, que ya no eran de tiendas, como cuando las legiones habían mantenido un estado de ofensiva, animadas de un espíritu de conquista, sino de piedra y de cal, es decir, iban transformándose lentamente en verdaderos poblados, aunque solo fueran militares. Mucho más lejos se alzaban los grandes acantonamientos donde vivaqueaba el grueso de los diversos ejércitos, dispuestos siempre a acudir a cualquier punto amenazado del limes.


En el momento en que Adriano perfeccionó este sistema con la famosa «valla» que debía proteger a la Inglaterra romanizada de las belicosas tribus escocesas, el limes aún estaba organizado más para la vigilancia que para la defensa. Había puestos de guardia y cavernas, pero no existían verdaderos fortines preparados para asedios prolongados. Todo estaba calculado para garantizar un cierto margen de seguridad a un ejército en descanso del que se suponía, sin embargo, que reanudaría en cualquier momento su avance. Y cuando se renunció definitivamente a este avance los fortines se transformaron poco a poco en ciudadelas y las ciudadelas en «burgos». Semejante transformación, lenta e interrumpida por momentáneas reanudaciones de programas ofensivos, pero continua, era el síntoma de la esclerosis de un Imperio cada vez más conservador y sedentario.

De hecho, el limes, al igual que su casi contemporánea Gran Muralla y todas las líneas Maginot de todos los tiempos, demostró de inmediato que no era adecuado para su objetivo. En la época de Cómodo, los pictos que descendieron de Escocia lo hicieron saltar en pedazos. Eran bárbaros a los que la civilización ni siquiera había rozado. Cazadores nómadas sin el menor rudimento de agricultura, aún comían carne cruda, tenían comunidad de mujeres y luchaban desnudos, o solo cubiertos con tatuajes monstruosos que reproducían bestias feroces. Se requirió la despiadada energía de Septimio Severo para castigarlos. Pero el valladar ya estaba en ruinas. Y apenas había empezado el siglo III.

Pocos años después eran los francos y los alemanes quienes abrían una brecha en el Rin y devastaban setenta ciudades de la Galia. Las hordas godas lo hundían en el Danubio. Pero es inútil tratar de seguir en orden cronológico las violaciones que se sucedían. Lo que importa es señalar las consecuencias que todo aquello comportó.

La «fortificación» es, antes que obra de ingeniería militar, un estado de ánimo que ni siquiera una situación probadamente inadecuada consigue destruir. Un pueblo que se ha hecho conservador del bienestar, y ciudadano y sedentario de la civilización, comienza a acariciar el sueño de la seguridad, y puesto que ya no puede fiarse en las propias virtudes castrenses, para realizarlo se confía a la técnica. Cuanto más frecuentes se hacían las incursiones de los bárbaros y más amplias las brechas en el limes, más se esforzaban los romanos por tapar los agujeros. Sin embargo, como ya estaba claro que ni siquiera el limes mejor fortificado era capaz de mantenerse en pie, al de la frontera comenzaron a sumarse los del interior, y cada ciudad se dispuso a construir el suyo para cuidar de sí misma.

Los arquitectos se convirtieron en los profesionales más buscados y los personajes más importantes de ese período. El emperador Galieno colmó de favores y de dinero a Cleodamo y Ateneo, a quienes había encargado los muros defensivos de las ciudades danubianas particularmente amenazadas. En los consejos municipales de los diversos centros urbanos, grandes y pequeños, el cargo de asesor de construcción era el más importante y ambicionado, entre otras razones porque era el que disponía de mayores fondos. Verona, puerta septentrional de la península, desarrolló precisamente entonces sus espléndidos bastiones. Y las murallas exteriores de Estrasburgo nacieron antes que la ciudad, que se desarrolló dentro de ellas como en una cuna, en una isla fortificada del río Ili. La misma Roma empezó a fortificarse, y fueron las corporaciones urbanas las que proporcionaron la mano de obra.

Esta clase de construcciones provocó un fenómeno nuevo: la autonomía de las diversas ciudades. En nombre de Roma y por su ley, cuando Roma era fuerte, es decir, hasta finales del siglo II d. C, los particularismos ciudadanos no habían surgido aún o habían sido debelados. El Imperio había impedido la formación de aquellas ciudades-estado, cerradas en sí mismas e incapaces de formar una nación, que habían supuesto la desgracia de Grecia. No había ciudadanos de Nápoles o de Florencia, de Marsella o de Maguncia, sino ciudadanos romanos, nada más. Y como no tenían murallas porque las legiones bastaban para garantizar a todos la seguridad y la defensa, carecían de autonomía política, administrativa y espiritual. En ellas se observaba la misma ley, se hablaba la misma lengua, se estaba orgulloso del mismo Estado. Las fortificaciones que empezaron a rodearlas por razones de autodefensa, fueron al mismo tiempo la prueba evidente de la ruptura de aquella unidad y una de las causas fundamentales que la determinaron. El limes empezaba a dividirse en límites, y dentro de estos se desarrollaban mundos cada vez más independientes entre sí."

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